Le ordené un dibujo a medida, de esos que no destilan óleos ni precisan de lienzos ni de los cinco años, o toda una vida dedicada en algún taller de artes. Un dibujo instantáneo y situado le pedí.
El centro, aquella vieja casa cercana a cualquier plaza de república, con sus paredes cubiertas de cal cicatrizada y, eso sí, abrazada por cientos, no, miles de mandevillas amarillas.
Y vos al frente de aquella casa blanca cuya dimensión, a contramano de mi milimétrica memoria, resultó más grande que el recuerdo artificioso que la imaginación dictaba.
Te hizo flaco y calvo, como le pedí, saciando las gargantas de tus hijas amarillas con el líquido vital desparramado en las orillas.
Y ese atardeamanecer que no alcanzo a desentrañar.
Y las mandevillas trastocadas en sus raíces y cuerpos. Casi que se subvierten en baobabs las pequeñas niñas.
La IA nada sabe de mandevillas amarillas.
O el chat no atiende lo que la poesía grita.
Lilia Ferrer-Morillo
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